Mar me mandó un pódcast sobre el loco proyecto de unos científicos que intentó cambiar para siempre el rumbo de la tecnología. Su fracaso fue el éxito de la visión mercantilista que marca nuestras vidas, pero hay motivos para la esperanza.
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En 2020, cuando estaba confinado en casa, me enteré de un tema que me fascinó. Un grupo de familias de Barcelona había denunciado unos meses antes que el colegio al que iban sus hijos les hacía firmar un documento para que su educación se canalizase a través de Google. Se oponían a que las aulas normalizasen usar los servicios de una compañía que, un año antes, había sido multada con 170 millones de dólares en Estados Unidos por violar la intimidad de los menores al recopilar sus datos sin el consentimiento de madres y padres.
Lo que parecía la historia de una derrota pronto se convirtió en una oportunidad de resistencia. Tras recibir el llamado de los padres, el colectivo en defensa de los derechos digitales Xnet impulsó un proyecto para sustituir los servicios del gigante tecnológico por una plataforma pública de código libre, transparente y auditable. El Ayuntamiento de Barcelona lo financió y, desde entonces, el piloto se ha desplegado en más de diez centros de la capital catalana. En abril se llegó a un acuerdo con la Generalitat para extenderlo a unos 50 centros de Cataluña.
Simona Levi, fundadora de Xnet y autora del ensayo Digitalización democrática (Rayo Verde, 2024), me explicaba hace unos días:
«No solo no sabemos qué hace Google con los datos de nuestros hijos, sino que no podemos verificarlo porque ni los usuarios ni las autoridades tienen acceso a sus servidores».
Desde Google señalan que los colegios son «los responsables de los datos de los estudiantes», que la compañía los cifra «por defecto» y que no los comparte con terceros ni los usa para publicidad ni para mejorar sus productos.
Tecnología para pensar
Si piensas en tecnología probablemente lo harás en productos de consumo en manos de un puñado de empresas que explotan nuestra privacidad, pero no siempre fue así. A finales de la década de 1960, un grupo de científicos «excéntricos y hippies» de Boston fundó en secreto el Environmental Ecology Lab, un centro desde el que plantearon un cambio radical: ver la tecnología no como un instrumento para ser más productivos y eficientes, sino para pensar mejor sobre nuestro entorno; una visión menos utilitarista y más íntima, personal, humana y ecológica. Una propuesta contracultural que, a diferencia del sector, no dependía del dinero del complejo militar-industrial. Así se desvela en A Sense of Rebelion, el nuevo pódcast documental del investigador bielorruso Evgeny Morozov.
Sus impulsores temían que la tecnología alejara a los usuarios de la experiencia humana que se da en las conversaciones cara a cara. ¿Te suena de algo? Por eso, su misión más ambiciosa fue Telegrasp, un sistema sensorial de llamadas que prometía algo sin precedentes: sentir las emociones de la persona al otro lado de la línea. Este proyecto quería ir más allá del lenguaje y la visión (llamadas y videollamadas) para captar los movimientos de las manos mediante sensores y transmitirlos. Así, además de la voz y la imagen de tu interlocutor, también podrías sentir su tacto.
Aprender del pasado
Este tipo de propuestas, consideradas demasiado radicales y contrarias a las convenciones de la industria, fueron ignoradas. El laboratorio fracasó. Sin embargo, Morozov ve en el pasado una lección para el presente. «Un proyecto tan ambicioso es inherentemente político porque cuestiona el poder del capitalismo y busca alterar el propio sistema», me explicó el otro día en una llamada. El Environmental Ecology Lab no se oponía a la tecnología per se, sino a la lógica de explotación mercantil que terminó imponiéndose como dogma. «Fueron ingenuos al pensar que podían penetrar en la burocracia estadounidense y cambiarla desde dentro», remarcó.
Aunque los orígenes de Internet están ligados al ejército de Estados Unidos, también lo están a los hippies. Los miembros de esta corriente, entre los que había algunos de los principales impulsores de la red, la idearon como un espacio comunal, social y abierto, como una posible alternativa al sistema dominante. En los años 40, Estados Unidos incluso debatió si debía establecer un control democrático de las empresas tecnológicas para obligarlas a tener fines sociales y a compartir su propiedad intelectual. La tecnoutopía libertaria que anhelaban fue devorada por el triunfo del neoliberalismo.
Así, Morozov denuncia en un artículo en The Guardian que Silicon Valley pasó de ser el «guardián del legado contracultural» a ser «uno de sus principales enemigos» y critica que la industria digital estadounidense ha abrazado un modelo que «aboga por el tecnofeudalismo, la ultraprivatización y concentración de poder en pocas grandes corporaciones». La visión antisistema de los padres de Internet ha muerto y su lugar ha sido ocupado por un aceleracionismo capitalista que, bajo la promesa de una mayor productividad, refuerza el statu quo en lugar de cuestionarlo.
Lo que me hace pensar en lo que Jeff Hammerbacher, exjefe de datos de Facebook, confesó en 2011:
«Las mejores mentes de mi generación están pensando en cómo hacer que la gente haga clic en los anuncios. Y eso es una mierda».
¿Hay alternativa?
El problema no es la tecnología, sino la ideología que promueve. Como ha remarcado el periodista Brian Merchant en el libro Blood in the machine, los luditas destruían las máquinas no porque estuviesen en contra de ellas, sino porque sus jefes las usaron para acelerar el modelo de explotación laboral que los oprimía.
Así pues, cada vez son más quienes abogan por usar la tecnología para dar forma a un modelo alternativo. Ya en los años 70, el gobierno chileno de Salvador Allende diseñó un proyecto tecnológico para impulsar la economía del país, lo que el mismo Morozov definió en el pódcast The Santiago Boys como una «IA socialista».
El investigador vasco Ekaitz Cancela, autor del libro Utopías digitales (Verso, 2023), me explica:
«Las tecnologías alternativas que pueden dar lugar a un nuevo mundo ya existen, solo hace falta una visión política que las articule y que vaya más allá de la venta de trabajos y productos».
Supeditados al mercado
La alternativa no es una utopía. Sin embargo, Cancela lamenta que la falta de inversión hace que estas tecnologías estén «subdesarrolladas». Morozov advierte que eso se debe a que la industria tecnológica está condicionada por los intereses comerciales de los grandes fondos de capital riesgo, los más interesados en matar todo proyecto que se atreva a poner a su lucrativo modelo en entredicho:
«Estamos encadenados por una visión del mundo que nos ha engañado haciéndonos creer que no hay alternativa a un sistema que depende de trabajadores mal pagados en el sur global para ensamblar nuestros dispositivos y moderar nuestro contenido».
Utopía costumbrista
Aun así, mirando al presente hay decenas de ejemplos esperanzadores. En Taiwán, la participación democrática no se reduce a votar cada cuatro años. En una decisión sin precedentes, el Gobierno se sirvió del software libre para crear una plataforma digital que permite a los ciudadanos opinar y conversar con sus vecinos para establecer qué leyes deben adoptarse. Barcelona trabaja en un modelo parecido. Los Países Bajos han remodelado sus bibliotecas públicas para educar a los mayores con cursos gratuitos sobre digitalización. Y Ruanda ha sido el primer país del mundo en usar drones para desplegar ayuda médica en las zonas rurales.
Actualmente también se investigan tecnologías íntimas y sensoriales como las que proponía el Environmental Ecology Lab. Desde el sistema ideado por investigadores de la Universidad de Washington que permitiría a dos personas comunicarse solo usando su mente a las prótesis robóticas desarrolladas por la Universidad de Lund (Suecia) que pretenden restaurar no sólo la movilidad del paciente sino también su sentido del tacto.
Desde museos, teatros y cines, remarca Cancela, la cultura y el arte están siendo vanguardia de una tecnología que sirva a los ciudadanos y no al mercado. Tenemos ejemplos de ello en casa: entornos de realidad virtual que sirvan para el descanso de los trabajadores o la plataforma de streaming gratuita de la Filmoteca española.
¿Te imaginas un espacio en el que debatir sin que se recompensen los mensajes más polémicos? No hace falta que pienses en un futuro lejano porque ya existen alternativas como Mastodon o BlueSky, abiertas, transparentes y (la primera) sin ánimo de lucro. Hay motivos para la esperanza.
El semáforo
🟢 Tecnología láser para rescatar el pasado. Un doctorando en arqueología, Luke Auld-Thomas, ha encontrado «por accidente» una antigua ciudad maya de 16km² con pirámides y plazas escondidas durante siglos bajo la selva de México. El descubrimiento ha sido posible gracias a la tecnología LIDAR, un escáner láser que, aerotransportado desde un dron, permite mapear la superficie terrestre para generar modelos tridimensionales de lo que se esconde en el subsuelo.
🟠 Un robot director de orquesta. El 12 y 13 de octubre, la Orquesta Sinfónica de Dresde (Alemania) celebró su 25 aniversario siendo dirigida por MAiRA Pro S, un robot con tres batutas que «no sustituirá a los humanos». Un experimento bastante molón que mezcla innovación tecnológica y cultura. Eso sí, no dejo de pensar en lo que haría Lydia Tár.
🔴 El racismo científico sigue ahí. Una red internacional de activistas está tratando de popularizar ideas desacreditadas sobre la supuesta superioridad genética de ciertos grupos étnicos, conceptos desfasados como que el coeficiente intelectual o la tendencia a delinquir tienen algo de biológico. Quizás te suenan de cosas nazis. The Guardian ha destapado cómo opera esta organización que ha sido financiada por el empresario tecnológico estadounidense Andrew Conru.
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Interesante artículo para reflexionar. Si se quiere profundizar sobre los usos éticos y humanos de la tecnología, alejados de la explotación comercial de grandes corporaciones recomiendo leer o escuchar a Jaron Lanier, entre muchos otras voces en este campo. Gracias por el artículo, Carles.
Uno de los problemas que yo me he encontrado al momento de aplicar la tecnología en el sistema educativo, es que las herramientas "libres o auditables", ni siquiera se le acercan en capacidades a las herramientas creadas por las grandes corporaciones.
Creo que debería impulsarse una nueva política para este tipo de compañías, crear una forma más sana de convivencia con ellas, pero realmente dudo que eso pueda ser posible, especialmente con el nivel de conocimiento tecnológico que parece tener la clase política.